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lunes, 1 de enero de 2007

maría

alfredo de hoces fue el ganador del premio de novela de yoescribo, esa página de literatura por internet. tiene el sentido del humor más preciso que conozco, es extraordinariamente analitico y cinico a la vez, y a veces se pone serio y escribe cosas como esta. en su blog comenta que la edicion de su libro "fukowski, memorias de un ingeniero" está agotada, y bueno, el tío es un crak, y esto es "maría", un relato de esos, ya sabéis, sí, de esos.


La recuerdo perfectamente, porque me dolía. Me dolía en el alma. Tendríamos unos ocho o nueve años, calculo. Yo era un niño tranquilo al que todos trataban bien. Ella era una niña feliz, pero yo intuía, por lo poco que sabía del mundo, que estaba destinada a sufrir. Aquello me mataba por dentro; la observaba y siempre me entristecía.

María era la personificación de la inocencia. No se podía adivinar si era guapa; su cara se ocultaba tras unas enormes gafas con un parche en uno de los cristales, y su gran sonrisa dejaba ver una dentadura mellada que le rompía el rostro. Sus andares eran torpes, despreocupados. Las demás niñas empezaban a preocuparse por su aspecto, jugaban a ser presumidas y arrogantes, se unían en grupos de los que María siempre estuvo excluida. Ella no parecía darse cuenta.

Siempre la recogía su madre a la salida del colegio. Era una señora de semblante serio, y a juzgar por sus arrugas la vida parecía haberle pasado la factura. Mientras llegaba la hora de la salida los padres de los demás niños charlaban entre ellos, hablaban de las notas de sus hijos, de los listos que eran, de lo lejos que iban a llegar. La madre de María siempre guardaba silencio. Cuando salía su hija la besaba con ternura, la cogía de la mano y echaban a andar. Yo me quedaba mirándolas. Suponía que el padre de María había muerto y que ella en el mundo sólo tenía a su madre. Deseaba con todas mis fuerzas que a aquella señora nunca le pasase nada; sentía que María sin su madre estaba destinada a la más horrible de las soledades, algo peor que la muerte. Sólo imaginarlo me desgarraba por dentro.

Yo no le quitaba el ojo de encima. Era una niña muy frágil; a veces jugando en el recreo tropezaba y caía al suelo, y se ponía a llorar desconsoladamente llamando a su madre. Yo me acercaba a ella y me quedaba mirándola, sin saber qué hacer, hasta que llegaba algún profesor.

Recuerdo una vez que nos dejaron solos en clase de manualidades. Uno de los niños se acercó a María y le quitó su cuaderno de dibujo. Ella se limitó a mirarle sonriente; él empezó a pasar páginas y a reír con ganas. María no alcanzaba a entender que se estaba riendo de ella. Otros niños se acercaron, y el cuaderno fue pasando de mano en mano. María empezó a comprender: su eterna sonrisa comenzó a desdibujarse de su rostro y una mirada triste e interrogante asomó detrás de sus enormes gafas. Yo sentía que estaban violando su inocencia; fui corriendo hasta su mesa y me hice con el cuaderno. Pasé unas cuantas páginas llenas de mariposas, nubes, arco iris, perros, gatos, pequeñas poesías muy tiernas e infantiles. Los demás niños reían a carcajadas y me gritaban que siguiera con el juego. Yo cerré aquel cuaderno y se lo devolví a María.

Como era de esperar, los otros niños se rieron de mí. Estás enamorado de ella, gritaban. Yo no sabía qué hacer. Me encontraba entre dos mundos enfrentados: uno como yo quería que fuese, el otro como siempre había sido y siempre iba a ser. Traté de escaparme de la situación conservando la dignidad. Miré al improvisado corrillo de niños y dije: ¡anda ya, con lo fea que es!

En la última palabra se me quebró la voz y empecé a notar que algo se descomponía en mi interior. Salí corriendo de la clase, entré al cuarto de baño y vomité hasta el alma. Creo que fue una especie de reacción alérgica a la mezquindad; abrazado al váter vomité con ganas intentado expulsarla de mí para siempre. Me sequé las lágrimas y salí del servicio dejando atrás una dignidad estúpida y cruel.

Volví a mi mesa deseando que María no me hubiera oído. Nunca supe si me oyó o no, pero ella siguió sonriendo. Jamás he vuelto a traicionar a nadie.

El año pasado, una mañana lluviosa de navidad, iba paseando sin rumbo con mi perro cuando me crucé con dos mujeres. Una era alta, muy atractiva, con vaqueros ceñidos y larga melena. A la otra la reconocí al instante por su semblante serio. A pesar de su avanzada edad, se notaba que aún iba a vivir largos años.

Con María sólo me crucé una mirada fugaz. No me reconoció, y yo no me atreví a decirle nada. Pasé de largo, pero no pude evitar preguntarme qué habría pensado al mirarme a los ojos. Quizás me tomó por otro de tantos hombres crueles y estúpidos.

La vida me ha puesto a prueba muchas veces, pero siempre he conseguido sacar fuerzas de flaqueza y seguir adelante. Porque sé que si consigo conservar mis valores y no caer en la mezquindad, en alguna parte María seguirá sonriendo.

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