estoy seguro de que fue manager de los trotamúsicos antes que cascarrabias regente del mejor bar del barrio de las mil y una maravillas.
además me dejó unas obras completas de girondo, y desde entonces mezclo mejor las palabras.
él sería algo así como una extrapedreste picajoyero borracho, pirado pirata de mareandantes chifladuras, exiliterato que nunca aprendió la palabra delicadeza sino fue por las pecas de la pelirroja.
en fin, un poeta con un huevo de talento (el izquierdo para ser más exactos) y el otro lleno de toda la cerveza que un cuerpo pueda tolerar.
porque así te veo: apoyado en la pared del final de la barra del bar, con la cabeza gacha que solo levantas para beber la cerveza a tragantazos, mientras respiras como bien puedes escuchando a tu manera lo que otros berreamos desde el metro cuadrado que nos cedes cada miércoles.
se llama carlos salem, tiene un bar llamado bukowski, y es un hijoputa con pintas al que nunca perdonaré que una noche se metiera con calamaro.
Los murmullos rebotaban contra la carpa, que era muy alta. La más alta que había visto en mi vida. Los asientos se iban ocupando, porque era la primera función del gran circo en la ciudad. Y era un circo verdaderamente grande. De los que sólo actuaban en las grandes ciudades o en la capital. Todo el mundo estaba ahí, aunque las entradas eran caras, y los adultos vestían sus mejores ropas, como si fuera una fiesta. Yo iba de mal humor, mi hermanita se llenaba los ojos con todo, igual que un rato antes se los llenaba de lágrimas pensando en el Abuelo, mis tíos me señalaban detalles para sacarme del silencio, y el Viejo se enfadó un par de veces porque yo no ponía nada de mi parte.
Salió un tipo vestido de gala, pero con lentejuelas brillantes y rojas en las solapas, y nos dijo que nos preparásemos para asistir al espectáculo más grande del mundo. Todos los presentes en la carpa aplaudieron menos yo.
El espectáculo más grande del mundo me importaba una mierda y seguía pensando que no teníamos nada que hacer en el circo, mientras el Abuelo se moría a mil kilómetros de distancia.
Salieron payasos y los reflectores los seguían mientras intentaban pegarse. Los reflectores eran como un ojo de dios en la oscuridad de la carpa y yo me cagaba en dios porque el Abuelo se estaba muriendo.
El Abuelo no había tenido suerte en el amor, acaso por esa cara de bueno, o porque no había aprendido a tiempo que si eres buena persona estás pidiendo a gritos que te jodan.
Era carpintero y cuando yo nací cruzó la ciudad con una cuna enorme y pesada que no le dejaron subir en ningún transporte. Dejó una puerta a medio colocar para venir a conocerme, y aunque era riguroso en su trabajo, no volvió a colocarle la puerta a esa vieja hasta tres días después, cuando se le pasó la borrachera.
El Abuelo sabía el nombre de la estrellas y cuando yo era más pequeño y las llamaba por su nombre, yo sentía que la estrellas eran amigas del Abuelo. Hablaba poco y nunca presumía. Todo lo que contaba lo contaba con gracia, salvo cuando hablábamos del Che. Entonces se ponía serio y miraba el póster que colgaba en el cuarto que compartíamos, frente a una lámina con la historia de las Revoluciones que ocupaba toda la otra pared. Y hablaba del Che o me leía un trozo de su diario en Bolivia. El Abuelo no creía en dios. Creía en el Che, que al menos tenía cara, “tenía un par de cojones”, y te miraba desde el póster.
Los payasos se fueron, a seguir pegándose bofetadas en su camerino, y salió una chica muy linda, que hacía cosas con un caballo. Bailaba sobre el caballo, daba saltos mortales, giraba apoyada en una mano. El caballo era blanco y muy bonito, pero tenía cara de aburrido y soportaba el ojo del reflector como yo toleraba los intentos del Viejo y de mis tíos por animarme. Me decían que pensara en otra cosa.
En qué otra cosa.
A mil kilómetros, el Abuelo agonizaba y la palabra cáncer era tan grande que podía tragárselo a él y al resto del mundo. Sin el Abuelo el resto del mundo era una mierda, incluso el mago que sacaba cosas de su sombrero y cortaba por la mitad un cajón con una chica dentro. Pensé que no me gustaba el circo, que era todo lo contrario del Abuelo. La magia del Abuelo era una magia chica, sin galera ni reflectores. Pero hacía que las cosas ocurrieran y si le dabas un árbol, él te devolvía una silla para sentarte a leer.
Mamá estaba con el Abuelo, en la capital.
Llevaba meses ahí, y aunque el Viejo me dijo esa noche con lágrimas en los ojos que se iba a poner bien, sabía que moriría pronto, tal vez mientras estábamos en el circo viendo al mago hacer desaparecer a su ayudante, que tenía la misma mirada del caballo y se moría de ganas de desaparecer de verdad. Aplausos. Todos aplaudían y yo lo intenté para que dejaran de mirarme como si el enfermo de cáncer fuera yo y no el Abuelo recogiendo su vida a mil kilómetros de distancia. No me salió. Fingí que aplaudía y los miré y ellos aprobaron y los odié. Todo está en manos de dios, me había dicho el Viejo y yo dije que entonces la cagamos y él me miró raro y dijo otra vez que me parecía tanto a mi madre.
Dios. Yo no sabía rezar. Nunca supe. Pero en las películas había visto mil veces que decían que lo importante no era la fórmula sino el sentimiento con que pidieras.
Pedí, mientras un contorsionista, en lo alto de una plataforma, se doblaba hasta lo imposible y pensé que podría morderse sus propios huevos y deseé que lo hiciera.
Llamé a la puerta de dios, desde esa butaca del circo. Le dije que no se llevara al Abuelo ni esa noche ni hasta dentro de mucho tiempo, que me llevara a mí.
Dios había salido a comer o ya habría cerrado la oficina, porque no me respondió. Pero a causa de mi cultura de televisión americana, pensé que era porque no podía aceptar el trueque. Yo acababa de cumplir los doce años y tenía que vivir mucho más, para que él me pudiera gastar todavía unas cuantas putadas.
Entonces le propuse que se llevara a otro. A uno que no hubiera vivido de sus manos, que no se riera de aquella manera, ni usara para los días de sol un sombrero de explorador, ni guardara en una maleta vieja de siglos sus libros preferidos y gastados.
A uno que no hubiera aprendido a leer por su cuenta, a fuerza de voluntad y ganas de saber, a uno que no rogase para no morir antes que Franco, porque volver a su tierra no le importaba tanto, pero sí vivir un minuto más que el dictador.
Dios seguía comunicando, pero cuando todo el circo miró hacia arriba, creí que me había contestado.
Eran los trapecistas. Dos hombres y una mujer.
Empezaron a volar y eso sí me interesó, hasta que bajé la mirada y vi la red. Un rato después, el de las solapas rojas dijo por el micrófono que pedía silencio absoluto en la sala, porque cualquier distracción podría causar la muerte del artista. Y quitaron la red. Sólo el trapecista rubio estaba preparado. Los otros, uno a cada extremo, le enviaban el trapecio y se retorcían las manos. El tipo empezó a volar, alcanzado el otro trapecio en el último instante, después de tres giros en el aire.
Si caía de ahí podía morir, pensé, y le pedí a dios que lo cambiara por el Abuelo, que nunca había jugado en el aire pero me hacía camiones de madera que eran mejores que los juguetes japoneses que un padre marino le traía a un amigo del colegio.
El redoble de platillos anunció un momento especial y el del micro dijo algo de más difícil todavía. El rubio voló hasta un trapecio y desde allí a otro, y a otro, apenas los tocaba con las manos y yo apretaba las mías porque si el trapacista rubio caía al suelo y se partía el cuelo, el Abuelo viviría. En uno de los giros calculó mal y quedó colgando de una mano y yo le di gracias a dios y le prometí que creería en él y también que nunca le contaría al Abuelo el trato que había hecho para tenerlo de vuelta en casa.
Hubo un grito.
Dos.
El trapecista balanceó el cuerpo y se agarró con las dos manos y se puso de pié en el trapecio y agradeció los aplausos que estallaron después, y saltó hasta otro trapecio. Durante el viaje hasta casa, el Viejo y mis tíos discutían si el accidente había sido real o estaba preparado. Yo dije que no, que no estaba preparado. Y como fue la primera vez que hablé en toda la noche, ellos callaron.
Esa noche murió el Abuelo. Por la hora que supe después, puede haber sido la misma en la que dios decidió que prefería un trapecista rubio a un carpintero calvo y bonachón.
Y yo decidí que no podía creer en dios.
Porque a dios le gustaba el circo, y en su cuarto, estaba seguro, no tenía un póster del Che.