nunca terminé de colgarlo, quizá porque me parece largo para la pantalla de un ordenador, o porque simplemente nunca me vino a cuento. lo hago ahora, en una especie de "intento de" que tampoco logro definir muy bien.
a felisa.
a santiago.
Dicen que todas las historias empiezan con una persona llegando a un lugar. Prometo no ser menos que los manuales de literatura. Llegué a Cevico por la mañana después de un tren desde Madrid y después de un bus desde Palencia. Hacía ese fresco lleno de sol que ocurre a veces y que nunca termina de ponerte de acuerdo en si deberías ponerte la chaqueta. Me bajé en la segunda parada, enfrente del casino. Había una nueva rotonda que no estuvo ninguna de las veces que pasé por allí en todos esos veranos de pequeño. Además habían asfaltado los 100 metros de carretera que llegan hasta la casa de mis abuelos.
Saltemos un poco.
No tenía del todo claro ninguno de los motivos por los que había decidido ir a aquel sitio. Pero allí estaba, en una mesa camilla en mitad de un pasillo y con dos señores de casi ya 80 años comiendo en silencio unas lentejas de abuela, con todo lo que eso quiere decir. Sabía que Javi me había dicho que tenía que buscar un lugar, y que las montañas son como personas gigantes, tranquilas y sentadas, meditando. “Y luego tienes que buscar algo, tío, tienes que hacerlo, pero solo y solo en ese lugar, en el que tu elijas, apartado de esto, fuera de Madrid, aquí hay gente por todas partes, y ruido y telediarios, y nadie te va a dejar los tres minutos de silencio que necesitas para comprender lo que te estoy diciendo, escúchame –y yo le escuchaba- tienes, TIENES (tienes) –esto lo hacía mucho y siempre muy rápido- que hacerlo, tío, tienes que” y mis abuelos estaban sentados, cambiando la tele, mirándose de reojo.
¿Por qué había decidido que el pueblo era ese lugar?. Mi elección, como dijo Javi.
Mi elección.
Mi abuelo seguía la tele, y gruñendo de vez en cuando, y respirando con mucha fuerza. Mi abuela seguía preguntándome algunas cosas y contándome las demás, y decía “pues duermes en la habitación de Presen porque nosotros ahora dormimos en la de tu madre y tengo que cambiarte las sábanas, ¿has traído ropa sucia?”.
Mis abuelos. Dos personas que habían vivido una guerra y una posguerra y todo lo que les vino después, y ese después eran tres niñas y un niño que crecieron demasiado deprisa y decidieron poner tierra de por medio en un pueblo, y esto lo había visto en el pasado de mucha gente, que se estaba yendo a la mierda.
Luego las vacas.
Hay quien dice que ciertas palabras suenan mal puestas en la segunda página de un libro, y supongo que “vacas” es una palabra de esas. Pero hablar del lugar donde estaba conlleva tres cosas: fotos amarillas, campos eternos de trigo, cepas y caminos.
Y vacas.
Animales inmensos como sentimientos.y tranquilos como botones de pause. Y de repente era yo sentado sobre una alpaca mirando esos animales quietos e indefinibles, chupando sal, frotándose contra las columnas, bebiendo agua. Era yo, y también era yo de pequeño escondiéndome detrás de las puertas de las naves, subiéndome a los tractores o escapándome a correr sin más por las bodegas que siguen ahí, enfrente.
¿Por qué había ido a ese lugar? Estaba en la casa de mis abuelos donde nunca había vivido buscando algo que no sabía qué era. ¿O sí lo sabía?. Tenía la certeza de que lo que TENÍA que hacer estaba escondido en cualquiera de esas telas de araña, de esos rincones, ¿y qué era?
Algo estaba cambiando.
Me quedé sentado en la parte final del camino que lleva al páramo, sentado y mirando todos esos campos y las montañas al otro lado y la casa de mis abuelos al fondo, pequeñita como este planeta visto desde otro sitio. Un coche pasó por la vieja carretera, y también era pequeño y era un punto que pasaba de largo en mitad de todo este pueblo.
Este pueblo,
era mi infancia, supongo.
“y encontrarás un camino que te conducirá a miles de puertas que estarán abiertas cuando tú llegues, pero tienes que entender que esto te lo digo en rollo metáfora porque escúchame tío – y yo le escuchaba- no vas a poder explicar lo que verás, y no lo verás, lo sentirás tío, lo sentirás pero no como sientes un pellizco o todas esas gilipolleces que dicen que sientes…”
ahí entendí que solo en aquel sitio encontraría todo eso que no podría contar con palabras.
-qué vas a desayunar.
Mi abuela llevaba una bata azul oscuro y unas zapatillas viejas y se encorvaba mientras removía chocolate mezclándose con leche en una taza antigua y vieja y desgastada. Y se daba la vuelta para que yo respondiese algo.
-¿el abuelo?
-ahora sube, está abajo con las vacas.
Sube significaba viene. Ahora viene. Y mi abuela con sumo cuidado seguía removiendo la leche y el chocolate mientras todo cogía color y salía el humo y hacía una mañana de sol entrando por la cocina a modo de caricia.
La luz entraba como una caricia.
Esa sería una buena frase para contar todo lo que vino después.
¿Por qué había ido a ese sitio?
Quien no haya desayunado nunca con sus abuelos no puede entender lo que es un desayuno de parejas silenciosas como pentagramas: con la música esperando que alguien la interprete. Era la primera vez que desayunaba con mis abuelos, 23 años después, y me había perdido muchas cosas. De eso estaba seguro.
Me olvidé de los coches y de las ciudades, y los periódicos gratuitos y de gente yendo hacia todas partes pero a ningún lugar.
Aquel lugar.
Echaba de menos la cerveza, y algunos amigos, y algunas amigas. “Echarás de menos todo menos echar de menos, ya lo entenderás”. Y claro que lo entendía, joder. Lo entendí la segunda tarde que fui caminando a la Marnia para robar unas moras y pringarme la camiseta de rojo. Y de nuevo era un nuevo yo, siempre más pequeño, escalando por las ramas de un árbol, tanteando la capacidad de soporte de aquellos peldaños que me soportaban menos.
Que temblaban más al verme.
Envejecí 15 años de nuevo y de golpe, y lo entendí. Por supuesto que lo entendí. “Y después de que lo entiendas vendrá todo el resto, que es lo que nunca encontrarás aquí – y se encendía el peta y seguía hablando- porque los árboles, puedes entenderlo, son personas que murieron y que nos siguen mirando, y lo puedes entender, pero yo lo siento, LO SIENTO, (lo siento)”.
Llega, siempre, un día en que atardece a las 20:14 de la tarde, y tú no sabes si llamarlo noche. Podrías ponerle nombre a cada uno de los atardeceres que has visto desde andenes de trenes que te alejaban siempre y de todo, desde ventanas que eran como televisores especializados en poesía, desde aceras sentado y con birras partidas por la mitad.
Un atardecer llamado camino.
En los pueblos también se encienden farolas y se apagan interruptores. Y allí se escuchaba el ruido de los mosquitos, y de perros lejanos y de animales de más de 300 kilos buscando un sitio para dormir.
Y yo seguí caminando hasta llegar a casa y ver a mi abuelo sentado y dormido, con la tele encendida y la abuela en la cocina entonando su propia versión de una copla que no había oído en mi vida. Era música, supongo. Porque la voz de mi abuela me sonaba rasgada y preciosa como una guitarra desafinada en las manos de un gitano.
Fue Proust el que se inventó esa chorrada literaria que tantos litros de semen ha dejado en los libros de historia. El sabor de la magdalena que te transporta inconscientemente a otro momento de tu historia. A mí me pasa con las sopas de ajo, por eso digo lo de chorrada.
Sopas de ajo y de nuevo 5 años y toda la familia cenando alrededor de la misma mesa. Y mi padre que se ponía entre las piernas el plato y yo le admiraba por eso. Y mi madre diciéndonos que comiésemos todo y que con la comida no se juega. Y mis abuelos en silencio, sentados, mirando el techo como preguntándose porqué tienen que cenar fuera de casa.
Mis abuelos.
Y cenamos como tratando de no molestarnos demasiado y luego recogimos los platos y yo fregué aunque mi abuela insistía en que los hombres no tendríamos que hacer esas cosas. Después se acostaron y yo me senté en la puerta de la casa, con toda esa noche encima, tarareando canciones en inglés que desconocía, buscando tal vez dentro de mí mismo esas puertas abiertas de las que Javi me hablaba. “Tendrás el silencio y el tiempo dentro de tus puños, pero no me hagas caso, tío – y yo sin embargo se lo hacía- porque lo mismo estuve equivocado siempre y en realidad no hay nada, tío, pero te digo que fue increíblemente increíble”.
Y sin embargo.
Había tres murciélagos haciendo pequeños ruidos, volando alrededor de una farola, y la luna seguía llena y yo me sentí vacío. Y un ruido que era mi abuelo levantándose para mear sin levantar la tapa. “Nunca hagas lo que hace tu abuelo” me decían mis tías cuando empecé a hacer pis de pie.
Creo que aquella noche no soñé, y que lo único que hice fue pensar como esas montañas, inmóvil y tranquilo, esperando un reloj o tal vez un frasco de arena tan solo.
Al día siguiente me sentía fatal.
¿Por qué ese lugar? porque no tenía otro sitio. Seguramente por eso. O tal vez por otros motivos que no quería reconocerme. Pero allí mis dos abuelos moviéndose lentamente en esa forma de vida que parece paladear los minutos y todo me sonaba distinto a lo que había escuchado cuando era pequeño. "Lo tienes que sentir, sino nunca te aproximarás siquiera a entenderlo". Y lo había entendido, pero no sentía nada. Me sentía fatal y con un nudo en la garganta me costó tomar el chocolate de la abuela. El chocolate de la abuela. De nuevo las sopas de ajo. Bajé a sentarme en la puerta de las cuadras, donde filas de vacas comían en un ritual de silencio. Y me seguía sintiendo fatal, además sin tiempo, y echando de menos todo. "Echarás de menos todo menos echar de menos".
Me sentía fatal, y tenía que buscar mi punto de giro. Mi llave. Y todo se hacía infinito como un paisaje amarillo y verde y marrón, con el viento, ya saben, poniendo a prueba la firmeza de los árboles, y de repente un nuevo sol escondido que se cruza a lomos de una carretera destino el monte.
“Jugar al sol con el escondite”.
Y en las paredes puse en inglés "i was here" y me reí yo solo y luego puse al lado "estuve aquí", y me estremecí de escalofríos dentro de aquella cueva donde iba con mi hermana antes de la primera comunión.
"Está prohibido mancharse" me recordaba ella siempre. y creo que nunca la hice caso en eso, a ella, que era mayor, y mi madre siempre venía a regañarnos y a veces no decía nada y otras, cuando poco a poco fui viendo que salvar el culo no siempre es lo más importante, decía solo "he sido yo solo" y mi madre miraba a mi hermana y luego me reñía aunque tampoco demasiado.
Volver a casa pasados los años puede ser como volver después de unos minutos, unas horas, una tarde.
Ocurre también en las arrugas. “Capturan el tiempo, tío, y lo guardan en pliegues de piel y color de canas, engordando más por el tiempo que no les queda que por la fatiga de todo lo demás”. Me di cuenta de que estaba buscando esquinas alrededor de mi propio circulo cerrado. Me lavaba las manos para cenar y la suciedad se iba con forma de agua negra girando en torno al sumidero. Suciedad de cueva en mis manos, otra vez manchado pero sin nadie que me lo prohibiera, habían pasado los años y el grifo soltando todo ese agua que me limpiaba y allí estaba el espejo y estaba yo escuchando el ruido de dos señores sentándose alrededor de una pequeña mesa en mitad de un pasillo.
No dijeron nada, y aquella vez yo tampoco.
Todos conocemos todas esas teorías sobre los silencios y el significado que se puede dar a cada cual. Vale. Imagina un silencio que fuese un silencio con todos esos significados, juntos, en una especie de silencio metasemántico que explicase todo. Que lo entendieras. Que lo entendieras cuando lo escucharas. Sí, el silencio.
Solo las personas que pueden echarle sal a un plato de comida como pidiendo perdón por sugerir que está soso, me entenderán.
Después me fui a la puerta de la casa dispuesto a ser noche y adentro mis abuelos se ponían el pijama, se lavaban los dientes y el ruido del lavavajillas me recordó que los hombres seguíamos sin tener que fregar, que ahora lo hacían unas máquinas. Seguramente, y me reí pensándolo no sé por qué, el primer lavavajillas lo inventó una mujer para que su hijo soltero no tuviese que fregar los platos. Madres, dije en voz baja, y me volví a reír mientras mis abuelos se metían en la cama y apagaban las luces y de nuevo todo quedó en silencio, otra vez distinto, pero tan igual como las distintas sombras del mismo hombre.
Supe que si había ido a buscar algo, si debía encontrarlo, ya lo habría hecho. Lo mismo lo había hecho y todavía no lo sabía. “Tres minutos de silencio”, dije en voz alta, y aquella vez el mundo me hizo caso y hasta los murciélagos se callaron y había un minutero contando segundos hacia atrás y estaba dentro de mí.
Decidí marcharme al día siguiente.
Hacía fresco cuando miré por la ventana, “paisajes con forma de escalofrío”. Y mi abuela de nuevo con el chocolate pero ahora yo era más viejo y estaba haciendo una maleta para irme hacia otro sitio, quién sabe, la ciudad otra vez, y volver a ver a Javi. “No podrás entenderlo si no lo sientes”. Y desayuné mientras mi abuelo volvía, y afuera hacía un día precioso, con un poco de rocío todavía, no mucho, “los amaneceres del norte te dejan helado en todos los sentidos”, y luego fui al cuarto donde había pasado aquellas tres últimas noches para recoger la maleta. Traté de recordar a mis abuelos la última vez que me despedí pero no pude. Cuando eres pequeño no prestas atención a los detalles que luego de mayor querrás recordar. Y es una mierda.
Cuando salí ellos seguían en silencio, mi abuela pelando un pescado, encorvada como siempre, mi abuelo sentado partiendo queso, taquitos de queso curado.
-es el queso de la Martina, toma, coge.
Y cogí.
-me marcho, vuelvo a la ciudad.
Y los dos se sorprendieron al principio e insistieron un poco en que me quedase pero no mucho, y luego me acompañaron a la puerta, detrás de mí, con pequeños pasos de viejas zapatillas de andar por casa.
Las personas nacemos con una capacidad instintiva para la comprensión de ciertos signos, rituales y símbolos más sociales que genéticos: por eso sabemos escribir 6 letras seguidas tal que así (a, b, r, a, z, o), y saber todos perfectamente a lo que me refiero.
Pero no es una cuestión de comprensión, ni mucho menos. “Se trata de algo, tío, que no te puedo explicar porque no se trata de palabras ni de razonamientos, va más allá de todo, y ni siquiera estarás concentrado cuando ocurra, o tal vez sí que lo estés, yo qué sé, ¿sabes?, pero lo sabrás, claro, y entonces no hará falta nada de todo esto que te cuento”.
Podéis entender aquel abrazo en que me despedía de mi abuela, y podéis entender el roce de lija en la mejilla de mi abuelo cuando se acercó a darme un beso. “Los besos se dan, no se reciben” le decía siempre. Y podéis entender los cien metros de nuevo hacia otro bus que me alejara de allí.
100 metros, y al cuarto paso comprendí que algo ocurría. Mis abuelos cerraban la puerta y al séptimo paso oí el ruido de la cerradura y TENÍA que mirar hacia atrás pero no podía. No mires atrás cuando no puedas, me dije, y seguí andando y llevaba 20 metros, y todo el futuro por delante, en una carretera que será mi camino, me dije, y seguía andando, 30 metros, y las montañas a un lado, y los árboles, y aquellas casas de adobe y de piedra y de ladrillo, y una manada de pájaros, y las vacas chupando sal y bebiendo agua, 50 metros, y todos me miraban pero no decían adiós, me miraban con ojos de bienvenida ahora que me marchaba, 60 metros, y el horizonte ya no era una rotonda sino gestos, piedras, hierbas y maderos, 70 metros y se hizo una hoguera y de nuevo los pequeños brazos de mi abuela alrededor de mis hombros, encorvada como siempre, y los ojos y la tímida barba de mi abuelo, y la puerta cerrada pero no mires para atrás, sigue andando, 80 metros, un escalofrío que era una caricia que era un amanecer que era un camino empezó a subir por mis piernas y luego siguió por mi espalda y de pronto era yo entero un escalofrío, una caricia, un amanecer, un camino, 90 metros, y escritos sobre el vacío, huellas de tierra en mi piel, piedras, cunetas en todos mis lados, y todos los senderos que no seguí, allí estaban, mostrándome todas esas vidas que no viviré jamás, y no mires hacia atrás, sigue andando, y todo eran opciones y me respiré los últimos 10 pasos con los ojos muy abiertos y todo el pasado en mi espalda, y yo era un camino, y el autobús se acercó, un autobús llamado futuro, y entonces sí que miré hacia atrás, y cien metros más allá estaba toda mi vida contada por aire, volando sin más entre las montañas y la casa de mi abuelos, y todos me daban la bienvenida, y yo sentía, SENTÍA, (sentía), y subí al autobús y me marché sin decirles nada.
Y no volví a volver nunca más.